ARTE Y FEMINISMO EN ESPAÑA

Publicado en EXITExpress, nº 12, Mayo 2005, pp. 8-13.

En España, a pesar de que la etiqueta “arte feminista” haya sido aceptada para referirse a una tendencia en la escena internacional del arte contemporáneo, la denominación no ha calado como herramienta útil para clarificar tal perspectiva en el ámbito nacional. Entre los motivos de esta anomalía, se cuentan la pacatería del mundo del arte español, condicionado por un marco social que parece seguir incapacitado para distinguir entre “machismo” y “feminismo”, al considerarlos polos simétricos de un mismo binomio. Así como la firme alianza entre institución y mercado, generalmente reactivos a aceptar el hecho artístico fuera de su autorreferencialidad. Nuestro galerismo raramente está dispuesto a admitir a las claras que, inevitablemente, está aceptando nuevos criterios de calidad. Y similar tibieza suelen ostentar las instituciones frente a las políticas de la representación de las que aquellos derivarían. En el caso del arte “feminista”, el término provoca tal tabú que, como resultado, venimos asistiendo desde hace demasiado tiempo, casi como si se tratara de un problema irresoluble, a una ristra de eufemismos: “arte femenino”, “arte de mujeres”, “arte de género”, como si fueran sinónimos, intercambiables. Confusión, en todo caso, significativa de la errancia de las políticas artísticas y de las insuficiencias teóricas de la crítica, que dan cuenta de otras tantas anomalías: como que, hasta la fecha, siempre se haya preferido atomizar esta tendencia, presentando artistas aisladas antes que producir exposición alguna que revise la tradición del arte feminista –ni internacional, ni nacional-, o que la historiografía made in spain continúe sin digerirla.
Hasta la década de los setenta del siglo XX, paradójicamente, dada la trágica historia política de nuestro país, no existen grandes disparidades en cualquier parámetro utilizable (exceptuando el exilio) para evaluar la situación de las mujeres y actitudes protofeministas en nuestro medio artístico respecto al internacional. La divergencia con el entorno europeo viene después, y puede considerarse como uno más entre los efectos de nuestra envidiable Transición, y paralelo al declive de la efervescencia del movimiento de las mujeres en el tardofranquismo, como ha señalado Concha Fagoaga. Las acciones y propuestas feministas de Eugènia Balcells, Eulàlia Grau, Fina Miralles y Angels Ribé quedaron en el limbo del olvido y, sin duda, sometidas a una clausura mayor que la sufrida por sus correligionarios conceptuales por la política artística y los elefantes blancos de la crítica durante la década de los ochenta, que se propusieron cortar lo que en arte desprendiera cierto olor a político. En esta época, cuando apenas existía prensa ni colecciones editoriales especializadas, el nivel teórico de los críticos fue tan casposo que hicieron jurar y perjurar a artistas como Carmen Calvo, Elena Blasco o la escultora Susana Solano –en 1988 junto a Jorge Oteiza en el Pabellón Español de la Bienal de Venecia- no sólo que en ellas no había mácula de feminismo sino que tampoco había rastro alguno de feminidad –léase biografía- en su obra. La artista triunfaba por ser ángel (genio) o, expresado con más claridad, viril. Esto, en medio del aliciente de una política artística, supuestamente arraigada en el feminismo de la igualdad que, con la intención de ayudar a las artistas implementaron exposiciones “de mujeres”, a cargo de comisarios tan peregrinos y faltos de criterio que, bajo el pretexto de la “discriminación positiva”, podían hacer tabla rasa de tendencias y trayectorias, ninguneando su historia (por ejemplo, “Mujeres en el arte español (1900-1984)”, Conde Duque, Madrid, 1984) y devaluando la visión de la actualidad artística para el público español y allende nuestras fronteras –recuérdese que ésta es la década prodigiosa de las exposiciones internacionales que mostrarían el milagro español, y posiblemente haya llegado la hora de añadir este elemento a la incomprensible falta de aceptación del spanish art..
No es de extrañar, por tanto, que fueran desatendidas las iniciativas desde un galerismo minoritario que, a pie de obra, comenzaba a registrar la afluencia de artistas –como Paloma Navares y Marisa González en Aele-, a principios de los 80. Ni puede sorprendernos que, al final de la década, cuando se incorpora la generación de artistas formadas en mayoría en las Facultades de Bellas Artes (que oscila desde finales de los sesenta entre el 50% y más del 64% en matrículadas y licenciadas), y la Universidad comienza a dar tímido acuse de recibo de la historiografía y teoría del arte feministas, entonces se abra una brecha que supone la definitiva aparición de una corriente netamente feminista.
Después de 1992, fecha aglutinante de celebraciones históricas en medio del desencanto por el cambio, toda una serie de eventos indican que en este nuestro panorama del arte contemporáneo se detecta un salto irreversible. Es el momento de la publicación en castellano del popular manual de Whitney Chadwick, “Mujer, arte y sociedad”, y del mucho más aggiornato “El andrógino sexuado” de Estrella de Diego. Pero, sobre todo, de la primera exposición de tesis de arte feminista, “100%”, comisariada por Mar Villaespesa, en la que ya destacaban los trabajos de Pilar Albarracín, Nuria Carrasco, Nuria León y Carmen Sigler, y que marcaría el corte con las exposiciones “de mujeres”, seguida muy de cerca por “Territorios indefinidos”, a cargo de Isabel Tejeda; la gestación del grupo Erreakzioa/Reacción con Estíbaliz Sádaba y Azucena Vieites y poco después de LSD (siglas de, entre otras acepciones, Lesbianas Sin Duda); y también, de las primeras exposiciones individuales de, por ejemplo, Ángela Agrela, Begoña Montalbán, Carmen Navarrete, Marina Núñez, Laura Torrado, Eulàlia Valldosera, junto a la creciente visibilidad de Bene Bergado, Cabello/Carceller, Victoria Civera, Txaro Fontalba, Concha Prada, Elena del Rivero y María Ruido; y de las controvertidas Ana Laura Aláez y Susy Gómez. Sólo esta somera enumeración induce a repensar las múltiples facetas y desencuentros en la eclosión de este momento generacional. En el que, por fin, se salda el esperado encuentro de crítica y prácticas artísticas, a pesar de la escasa fortuna al reflejar este fenómeno de la mayoría de los críticos ignorantes de sus supuestos teóricos.
Coincidiendo con una vuelta a posturas más radicales (o neoesencialistas) en el entorno anglosajón y la expansión del “arte de género” (construccionismo cultural) incluso más allá de Occidente, el abanico en nuestro país no puede ser más variado. Atraídas, unas, por una tendencia artística internacional en boga y a la que se empieza a dar aquí ciertas facilidades, y otras, por la complejidad y potencial polémico de las teorías de arte feminista, las imágenes sobre el cuestionamiento del cuerpo y de la identidad, la revisión de los estereotipos y la deconstrucción de conductas naturalizadas comienzan a devolver el espejo poliédrico de la transformación de las mujeres en nuestra sociedad. La historia, individual y colectiva, la perspectiva psicoanalítica y lingüística, el replanteamiento de la narratividad en la imagen, pero también la recuperación celebratoria de iconografías y técnicas de las artesanías de las mujeres, mitos y símbolos, redes, ironías y sarcasmos sobre el falocentrismo son perspectivas indagadas con mayor o menor originalidad.
Que, a la sazón, modelan la conformación de una tendencia que es asumida como la tradición artística elegida desde la que, al menos, comenzar a trabajar. Entre los homenajes explícitos a pioneras del feminismo de la diferencia, cabría destacar, “Tampax” de Concha Prada ( a “Red Flag” (1971) de Judy Chicago), o el vídeo “Un beso” de Cabello/Carceller (a “Female Sensibility” (1973), de Lynda Benglis) –ambos de 1996-, auténticos manifiestos visuales, en clave apropiacionista, de la defensa de la tradición del arte feminista que, aquí, “no pudo darse” coetáneamente. Aunque estos ejemplos sean reveladores de la dependencia, teórica y práctica, anglosajona, un rasgo característico del arte feminista en España es la abundancia de imágenes que registran la conciousness como un proceso experiencial, personal e intransferible y, por tanto, necesario, por reiterativo que parezca en esta generación. Durante algún tiempo, una gran parte de las jóvenes artistas parece tener que transitar por la iniciación feminista para compaginar el hecho de ser “mujer” y “artista” (“y estudiante, ama de casa, etc.”, como decía Eva Hesse en esa conocida carta), aunque más tarde se declare como una etapa superada de su trayectoria; o una confirmación del posicionamiento que, precisamente, en la madurez, se hace urgente declarar. La crisis de identidad es abordada muy a menudo -desde Esther Ferrer a María Zárraga- a través de iconografías desestabilizadoras, donde incluso se utiliza el clásico motivo ovoide como metáfora de la circularidad de la ansiedad que tal tránsito genera.
Pero sólo la densidad de una corriente tan ecléctica como el arte feminista en España puede explicar su rápida evolución y radicalización. A finales de los 90, y si tomamos como referencia válida la exposición “Transgenéricas” (1998), en la que vuelve a tematizar Mar Villaespesa, junto a Juan V. Aliaga, se declara la impaciencia ante la rancia inercia del mundo del arte español, pero también ante el mapa desdibujado y lo que se juzga ya defecto de sedimentación teórica y carencia de alcance político, sin el que el arte feminista se convierte en mero estilo academicista. Villaespesa reclama que el debate se centre en el género como “un concepto desarrollado para contextualizar la naturalización de la diferencia sexual en múltiples terrenos de lucha” por medio de “discursos de resistencia y disidencia” para cambiar no sólo “las formas, sino también las normas” desde el cuestionamiento de la subjetividad performativa que ofrecen la teoría cyborg de Donna Haraway y principalmente la teoría queer de Judith Butler.
En los últimos años, mientras el crecimiento teórico del bollerismo ha sido muy notable en nuestro país, con seminarios y encuentros en donde destaca la articulación de Fefa Vila y Beatriz Preciado, la confluencia del arte feminista con la corriente subvertidora queer en la materialización de la difusión y exposición de las prácticas artísticas no ha salido tan bien parada, evidenciándose una vez más que la (supuesta) marginalidad no afecta igualmente a homosexuales y lesbianas. Y en la misma línea de comentario, en este momento de revisiones y síntesis, otro tanto puede afirmarse respecto a presentaciones de carácter más general del arte contemporáneo en el Estado Español, como da muestra la omisión del feminismo de los 90 en la exposición “Desacuerdos” (pese a la tentativa de reconstrucción teórica en sus documentos) y la inesperada discontinuidad en cuanto a criterios exhibitivos del “cuartito de las chicas” en las “Emergencias” del MUSAC.
En cuanto a la vindicación feminista, bien, gracias. Desde posiciones estético-ideológicas sólo en último término reconciliables, al bollerismo habría que sumar desde planteamientos de intervención pública y perfil de activismo político, como el de Precarias a la Deriva, a propuestas de corte relacional, en donde cabría incluir trabajos recientes de Cabello/Carceller, Alicia Framis, Dora García, Marta de Gonzalo y Publio Pérez Prieto, Itziar Okariz y Eulàlia Valldosera. Y puesto que la incorporación al mercado complejiza la virtud política, todavía más problemático (que la precedente lista) podría parecer destacar aquí las muy efectivas visiones de pasado y futuro de Cristina Lucas y Carmela García. Pero ésta es una “Carrera de Fondo”, como acaba de titular la comisaria Margarita Aizpuru a su última colectiva 100%, y mientras las mujeres de todo el mundo sigamos sometidas en mayor o menor grado al androcentrismo violador de cuerpos y derechos, nos sigue interesando la producción de imágenes y acciones con que el arte feminista expandido comprometete al arte contemporáneo.